Estrategias de paz en el Océano Índico

Las mujeres derramaban leche de coco con pétalos de flores al mar. Amanecía en una de las islas del archipiélago de Lamu, en el Océano Índico. La noche anterior un grupo de pescadores había regresado de faenar cargando en sus redes más malas noticias que pescado: Habían tenido un enfrentamiento con la guardia privada de una de las grandes embarcaciones cerca de la costa de Somalia y uno de ellos había sido asesinado. No habían podido recuperar su cuerpo. Por ello las mujeres trataban de arrullar a la mar, de convencerla para que les devolviera el cuerpo de aquel hijo, marido y padre. 

 

Aquella mañana, en el hospital local, todos hablaban de los problemas que los grandes barcos causaban a los residentes de las islas.

-Los peces desaparecen –se quejaba Khalid, enfermero- algunos hombres tratan de ir allá a protestar y a veces les apresan, otras veces directamente desaparecen. Les acusan de ser piratas.

Una mujer anciana, sentada en la sala de espera me miró y me invitó en swahili a quedarme a una reunión que las mujeres del pueblo celebraban todos los viernes después de rezar. Me encontraba en la isla acompañando a unos trabajadores de la Cruz Roja de Lamu; íbamos  a trasladar a una paciente a la que se le había complicado el parto. La situación en el hospital local era preocupante, hasta los medicamentos básicos se habían acabado y tampoco había luz o agua corriente. Estábamos esperando a que el marido y el padre de la chica dieran el visto bueno para trasladarla, así que mientras tanto decidí sentarme con las mujeres. 

El hospital parecía servir como centro cultural, ayuntamiento, sala de juegos para los niños o punto de encuentro. La gente moría y nacía en sus casas. A veces, si el dolor era insoportable, acudían sin mucha esperanza por si pudieran encontrar ayuda. 

Una mujer joven, visiblemente enfadada, comenzó a quejarse sobre los barcos extranjeros. –Si ellos matan a nuestros hombres tendremos que encontrar el modo de que paguen por ello –pedía.

-No podríamos dañar sus barcos ni aunque quisiéramos –replica otra joven.

Nadie se planteaba la vía legal; y es que la justicia en Kenia dista mucho de ser resolutiva. Las voces de las minorías y de los afectados por la corrupción y la pobreza están completamente silenciadas. 

De pronto una de ellas me miró.

-Vosotros, los de fuera, os lo coméis todo –me espetó. 

Una mujer de mediana edad llamada Entisar se levantó y de pronto todas las mujeres, jóvenes y ancianas, se quedaron en silencio observándola con admiración.

-La violencia les beneficia, no seáis inocentes –dijo –nosotras nos reunimos para trabajar, nos reunimos para criar a nuestros niños, nos reunimos para encontrar el modo de que nos escuchen. La violencia no nos llevará a ningún sitio, o al menos a ningún lugar diferente, así que dejemos de perder el tiempo discutiendo cómo vengarnos y empecemos a construir estrategias sobre nosotros y para nosotros.

Aquella mujer estaba educando en la paz. Aquella mujer estaba en aquel preciso instante haciendo del mundo un lugar más justo. Y es que entendía que la violencia no era el recurso que queda cuando los demás intentos de resolver un conflicto han caído en saco roto. Entendía que la violencia conlleva violencia y está vinculada a un complejo sistema de mercado en el que incluso la paz puede estar al servicio de la guerra; y es que África es un continente cansado de ver cómo medidas como la ayuda internacional y cientos de proyectos para el desarrollo acaban sirviendo para enriquecer a algunos individuos mientras las crisis sociales siguen devorándolo todo, como sucede en Somalia desde hace años. 

Más tarde, cuando el resto de las mujeres se retiraron, Entisar me contó que las mujeres de esta isla del Océano Índico ya apostaron por la creatividad dos años atrás; pero la paz fue un susurro en el mundo y no tuvo repercusión. Y es que lo que hace ruido son las muertes, las armas, las bombas, los políticos en traje perdiendo la dignidad en pos de dinero o poder. El mundo sigue poniéndole precio a todo, y la paz tiene un valor ínfimo en los presupuestos políticos.  

Las mujeres de esta isla del Océano Índico saben que la paz no consiste en cruzarse de brazos, saben que debe ser tanto o más poderosa que la guerra. La paz conlleva un esfuerzo inmenso porque no sólo ha de cambiar la manera en la que las relaciones de poder funcionan, sino porque ha de cambiar también el sistema de mercado en el que los seres humanos son reducidos a meras herramientas, en el que los bienes públicos se convierten en privados con toda impunidad y en el que la igualdad no es más que una fórmula que beneficia a las élites.  

¿Cómo llevar a cabo el cambio? Las mujeres decidieron poseer su propia flota de barcos de pesca. Cambiaron la estructura de su realidad constructivamente. Empezaron a salir a pescar para doblar o triplicar la presencia local en las aguas. Una de ellas tuvo la idea de comprar un teléfono móvil con cámara de fotos para poder plasmar los abusos cometidos por parte de las embarcaciones extranjeras y sus empresas de seguridad, y tener pruebas a la hora de denunciar su situación. 

La isla entera comenzó a darse cuenta de que mediante la paz estaban alcanzando mejores resultados que con la violencia y empezaron a plantearse la posibilidad de establecer un diálogo con las otras islas de la costa de Kenia y Somalia con el objetivo de formar una flota pacífica y proteger lo que es suyo. Y es que los métodos violentos han provocado demasiado sufrimiento, injusticias y pobreza durante décadas.  Era necesario que alguien parase de justificar la violencia instrumental y tratase de resolver las injusticias por otros medios. 

Todo parecía ir bien, hasta que un día llegó un Imán de Kenia para reunirse con los líderes locales. Fue tajante: las mujeres estaban provocando un revuelo gratuito y debían dejar de inmediato de asumir el rol de los hombres. Lamentablemente la historia de una revolución pacífica en el Océano Índico murió ahí. La religión, que debía ser un instrumento de paz, había vuelto a ser instrumento de represión. 

Pero Entisar no pensaba cruzarse de brazos y había vuelto a instaurar reuniones semanales para discutir la situación en el océano. –Algunos hombres utilizar la religión para protegerse contra el cambio –me explicó. –Pero Allah es vida, Allah es cambio, y Allah nos ha creado con dos manos para construir un mundo mejor, qué más dará el género.

Poco después, la paciente a la que debíamos trasladar a Lamu llegó en brazos de su padre. Los hombres y las mujeres hicieron dúa mientras colocábamos a la chica en la barca. Entisar rezaba con las manos extendidas y los ojos abiertos. La mujer y su bebé se salvaron. Ojalá fuese un buen presagio. Ojalá veamos pronto una flota de mujeres haciendo la paz en alta mar.