INTERNACIONAL

Dadaab

Dadaab es un gigante olvidado; uno de los campos de refugiados más grandes del mundo situado en el noreste de Kenia, a pocos kilómetros de la frontera con Somalia.

Los conflictos, como las enfermedades, cuando se vuelven crónicos se enquistan en la conciencia; martilleando, doliendo, acostumbrando a la mente a esa sensación incómoda. Eso sucede con Somalia, con sus refugiados; hablamos de más de veinte años de guerras, millones de afectados y poco ruido mediático. 

Los somalíes son grandes contadores de historias; relatan con firmeza, para que las palabras se queden bien atadas a la tierra. La mayoría de las mujeres que he conocido en Dadaab poseen unas cuantas telas donadas por Naciones Unidas, una cacerola de metal, algunos utensilios y mil memorias que relatan una y otra vez, para que no se olviden. Y es que sólo un 20%  de la población de la región donde viven, Garissa, sabe leer y escribir. 

El resto de Kenia poco sabe de lo que sucede en el campo de refugiados, escucharon  en las noticias durante el 2016 que el gobierno pretendía que los somalíes volvieran a su país y cerrar Dadaab, que empezó a conocerse como “nido de terroristas”.  Aquello se evaporó. Pocos fueron los somalís repatriados. Después de que Trump fuera nombrado presidente de los Estados Unidos de América e impusiera la prohibición de entrada en el país para ciertas nacionalidades, los refugiados que llevaban años esperando a ser trasladados a EEUU se quedaron en tierra. La esperanza que les había mantenido el alma en vilo más de una década se derrumbó en veinticuatro horas.  

Soy refugiada, pero eso no me convierte en terrorista”, afirma Sihaam, una joven somalí de quince años que lleva a la espalda a su hija de dieciséis meses y un bidón de aceite, vacío, sobre la cabeza. Camina por un camino de tierra roja, a cuarenta y cinco grados de temperatura, esperando a que alguno de los todoterrenos que pasan (no más de dos o tres al día) paren a darle un poco de agua. En eso consiste su rutina diaria en Dadaab. Su satisfacción se basa en si ha encontrado agua o no. “A veces me imagino viviendo en América o en Europa, dicen que allá llueve mucho y nadie pasa sed, también que todo el mundo va a la escuela. Me encantaría que mi hija estudiara”, dice mientras la pequeña empieza a llorar y Sihaam se sienta a la sombra de un viejo camión destartalado para amamantar a su hija. “La vida aquí no es fácil, no tenemos  suficiente comida, no podemos salir del campo de refugiados, nuestros niños se mueren por beber del suelo, los enfermeros nos dicen que no bebamos agua sucia, pero el agua es agua, aunque sea la de los charcos”, afirma. “A veces me pregunto qué puedo hacer para cambiar mi situación o la de mi hija ¿y sabes qué? No puedo hacer nada porque no soy libre, no puedo tomar decisiones por mí misma, el gobierno decide por nosotros.”

Farida tiene apenas diez años y toda la responsabilidad del mundo a sus espaldas. Cuida a su hermano de dos años, que se encuentra en una de las clínicas que Médicos sin Fronteras gestiona dentro de Dadaab. El pequeño necesita ser operado y están esperando al permiso oficial para abandonar el campo de refugiados. “Muchas veces los permisos no llegan a tiempo”, explica Siat, subcoordinador de MSF en Dadaab. La mayoría de los niños que yacen en las camas de la UCI pediátrica del hospital sufren de casos de desnutrición que empeoran por constantes diarreas. “La falta de agua limpia supone uno de los problemas más graves a los que tenemos que hacer frente aquí, el otro es la amenaza terrorista que ha provocado que los trabajadores humanitarios de nacionalidad diferente a la somalí hayan tenido que ser evacuados por motivos de seguridad.” 

Es precisamente la amenaza terrorista el motivo principal que Kenia expuso para cerrar campo de refugiados en 2016. Después del atentado en la universidad de Garissa, en abril de 2015, donde 147 estudiantes fueron asesinados, se empezó a señalar directamente a Dadaab como un territorio donde el extremismo islámico estaba fuera de control. 

El castigo colectivo no va a ayudar a encontrar a los terroristas, lo único que están consiguiendo es victimizar a los inocentes”, afirma Said Mohammed, enfermero somalí que lleva más de tres años trabajando en Dadaab. “El extremismo islámico no se combate desalojando el campo de refugiados, se combate evitando que los jóvenes se unan a Al Shabaab.”

Y no es Allah, ni es el Islam el principal motivo de la radicalización; es el hambre lo que mueve a los jóvenes a unirse al grupo terrorista que paga hasta 300 dólares al mes a sus combatientes, y que pueden llegar a pagar hasta 600 dólares por joven a sus familias. “Trabajo en Dadaab, diecisiete horas al día, por unos diez dólares al mes. Mi familia no tiene más para comer que algo de maíz que viene de la ayuda humanitaria, mis hijos beben agua que recogemos de los charcos”, me cuenta Yassin, un comerciante que vende carbón en los caminos. “Cuando vives en estas condiciones es fácil perder la esperanza, es fácil venderse al mejor postor”:

Hussein Adan, Imán de una de las mezquitas de Dadaab, trata de luchar contra el extremismo islámico. “Los extremistas utilizan a nuestro Dios como justificación absoluta para la lucha, pero es una lucha que tiene sus raíces en la ignorancia”, explica. “Coge a un chico hambriento e ignorante, dale más dinero del que ha visto nunca, y dile que no sólo no le faltará de nada en el futuro sino que Dios le recompensará por sus acciones”. Y es que la pobreza es lucrativa y hay quien se beneficia directamente de ella, por eso su erradicación es tan compleja. 

         

Por otro lado los somalís residentes en Kenia son minoría en cultura, religión e idioma; en las zonas marginales son vulnerables de ser víctimas de las Fuerzas de Seguridad de Kenia (KDF) y AMISOM, que en el pasado año han sido acusadas de asesinar impunemente a cualquier sospechoso de ser terrorista, sin necesitar de pruebas u órdenes oficiales. 

Sin embargo Dadaab alberga una revolución basada en la educación para la paz: un grupo de mujeres abogan y luchan por el acceso a la educación primaria para todos los niños, concienciación en contra de la Mutilación Genital Femenina y  prevención de matrimonios infantiles. ¿Es posible el cambio o es tan sólo utopía? ¿Cómo podemos entender la paz de forma responsable y no como un vacío que sustituye a la violencia?

           


Educación para la paz: cómo unificar diferentes narrativas

Hay una gran abundancia de ideas equivocadas sobre qué es realmente la paz o lo que esta conlleva. Se trata de una confusión que descansa en justificaciones culturales como la de asumir que la violencia sólo sucede en sociedades tradicionales o que es inherente a religiones o culturas específicas.  Este tipo de justificaciones, independientemente del tipo de violencia, están legitimadas por la cultura mayoritaria presente en cada sociedad. Podemos reconocer casos incluso en el que la violencia se convierte en un atributo positivo relacionado a la valentía, masculinidad y fuerza. 

Si queremos superar la violencia debemos dejar de aceptar las definiciones prevalecientes de la paz: la paz no es debilidad, no es aceptar situaciones injustas, no es sumisión, no es quedarse de brazos cruzados frente a situaciones terribles;  esos conceptos sólo sirven para justificar la aceptación general de la violencia o la guerra como medidas para alcanzar la estabilidad o solucionar conflictos. Necesitamos de un refuerzo a través de la educación para proveer de conocimiento y perspectiva la idea de la paz y lo que conlleva. 

Por ejemplo, si la violencia contra una minoría devaluada por la corriente cultural principal es aceptada por la sociedad (o acallada, o ignorada), esa violencia y esa desigualdad estarán por lo tanto legitimadas y justificadas. Por lo tanto hemos de analizar la cultura. Siempre. Debemos buscar la influencia cultural en los vacíos legales,  en los casos en los que una sociedad silencia un crimen y por lo tanto lo acepta. Debemos investigar la forma en la que las tradiciones se manifiestan en distintas leyes, cómo deberíamos reemplazar la cultura de la violencia por cultura de paz, proveer a las menorías de alternativas para expresar la desigualdad en espacios en los que los conflictos puedan resolverse sin violencia. 

          

El matrimonio infantil es aún aceptado por la mayoría de la Somalia rural, incluyendo el campamento de refugiados de Dadaab. El sistema judicial de Kenia y de Somalia apenas pueden ejercer un control sobre este hecho, porque es una decisión tomada entre ambas familias y pocas veces se formaliza legalmente. Mariamu se casó con trece años, en cuanto tuvo su primera menstruación, con un primo segundo que rondaba la treintena. Fue vendida por su familia a cambio del dinero que necesitaban para comprar un negocio en una zona comercial de Nairobi. Murió un año después al dar a luz. Su cuerpo era demasiado inmaduro para parir. Nadie pidió justicia por ella. Se asumió su muerte como un destino inevitable: “Allah lo ha querido así”, decían las ancianas.

Pero Allah no es el creador de las reglas injustas.  En la mayoría de las religiones se humaniza la figura de Dios. Se crea un Dios que juzga. Como nosotros, como los hombres. Y así nos evadimos de responsabilidades. Dios debería dejarse de utilizar para justificar la miseria humana. Allah no hace ni deshace: nos deja ser. Y por ello hemos de tomar las riendas del mundo en el que vivimos, hacernos responsables del hambre, de la desigualdad; siendo las manos y los ojos de Allah, los creyentes, y siendo seres humanos dignos independientemente de la creencia o cultura. 

Otro de los grandes problemas vinculados a la tradición y erróneamente atribuidos a la religión es el de la Mutilación Genital Femenina. En la cultura somalí se practica la forma más severa, conocida como infibulación. Alrededor de los cinco años las niñas se preparan para este rito de paso; excitadas, conscientes de que es un acontecimiento festivo. La alegría se desvanece en el momento en el que se encuentran sentadas en el regazo de la madre o la abuela, con las extremidades inmovilizadas. Antes de que puedan quejarse  una curandera les extirpará el clítoris con una navaja de afeitar, nueva en el mejor de los casos, para después coser labios menores y mayores dejando tan sólo un pequeño orificio para que pase la orina. Antes de la noche de bodas les tendrán que hacer una apertura de nuevo. Imaginad el daño físico y psicológico. 

Esta práctica es ilegal en Kenia, y sin embargo esta medida no se ha traducido en la desaparición de la mutilación sino en un aumento de infecciones o complicaciones derivadas de la misma, ya que los padres no quieren llevar a la niña al médico temiendo las consecuencias legales. También ha allanado el terreno de la corrupción: médicos, enfermeras y policías han encontrado en la ilegalidad de la mutilación un modo de negocio: venden su silencio y su cooperación. 

Estos ejemplos ilustran una vez más que la cultura difícilmente puede ser cambiada imponiendo una ley, ya que estas comunidades identificarán estas medidas como ajenas y por lo tanto como una amenaza a su identidad y sus tradiciones. Los métodos de paz no pueden forzarse, debemos encontrar otros mecanismos basados en el diálogo, la igualdad y la abolición de los privilegios de las mayorías. 

Mediante la educación para la paz debemos cuestionar la estructura de las culturas dominantes arrojando luz sobre la manera en la que funcionan las relaciones de poder en el mundo y cómo estas no son sostenibles. La educación para la paz ha de desafiar la desigualdad. Ha de ser crítica. Si una cultura no evoluciona es que está muerta. 

La educación cambiará el sistema. Por eso es necesario garantizar el acceso de los niños a la educación. Por eso es necesario formar personal médico. Por eso en Dadaab es primordial que las mujeres hablen de las consecuencias de la ablación, que puedan cuestionar el sistema, que se pregunten qué consecuencias conllevan las prácticas defendidas en nombre de la cultura. Para ello los niños no deben ser educados en el miedo, en la estricta obediencia en la que no caben las preguntas. No deben crecer acostumbrados a un mundo en el que la violencia se utiliza para resolver conflictos o mantener el poder. La educación de los niños ha de basarse en el “¿por qué?” permanente. El Corán comienza con una palabra: “Iqra” que significa “lee”. La educación no es sólo nuestro derecho, también nuestra responsabilidad. Y debemos garantizar que todo el mundo pueda leer, leer entendiendo, leer cuestionando, leer productivamente. 

La situación en Somalia, en Dadaab, es tan difícil de abordar y de hablar que ha empezado a pasarse por alto. No dejemos de hablar de ellos. No dejemos de pensar en las miles de mujeres y hombres buenos que tienen esperanza, que no se apagan; que luchan con su sonrisa y con sus manos para cambiar a mejor la situación de sus hijos. Tengamos fe en la educación. Leamos. Investiguemos. Cambiemos el mundo desde la paz productiva, desde la paz que llena el vacío. Seamos el cambio.  



 

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